La mujer de la camilla no solo es un cuento, es una historia real. Que nos hará trasladarnos hacia aquella soledad que se vive en algunas instituciones: nostalgia, añoranza, y olvido son realidades que se viven constantemente allí. Pero también la imaginación y la libertad de soñar bajo aquella ventana nos harán reflexionar sobre estas situaciones que, a veces se quedan en el olvido. La mujer de la camilla no es ficción ni palabrería, es la realidad: cruda, dolorosa y anulada.
Palabras clave: psiquiátrico; trastornos mentales; estigmatización
The woman on the stretcher is not only a story, it is a true story. That will make us move towards that loneliness that is experienced in some institutions: nostalgia, longing, and oblivion are realities that are constantly experienced there. But also the imagination and the freedom to dream under that window will make us reflect on these situations that are sometimes forgotten. The Woman on the Stretcher is not fiction or talk, it is reality: raw, painful and nullified.
Keywords: psychiatric; mental disorders; stigmatization
Había una vez…
En los pasillos de la clínica psiquiátrica de mi ciudad, las voces ya no se escuchan. Quienes toman la palabra son aquellos que están vestidos de blanco. Las risas de quienes duermen cuando el sol brilla, y que mantienen sus ojos abiertos durante el sereno de la noche, han dejado de existir.
Sus miradas perplejas se conectan en la soledad, a la espera de un último latido, mientras los camilleros y los que se visten de blanco, murmullan entre ellos. Pero en la última camilla junto a la pared, hay una mujer delgada, con mirada triste, cabello largo de color oscuro, tan pálida que las venas se traslucen en su piel delgada, y aprovecha el tiempo mirando a la ventana. Allí donde su imaginación la procura, no pierde la esperanza de encontrar respuestas. Sus voces (suspiros- como ella les llama), no cesan, aun cuando la máquina “quitasuspiros” que descarga electricidad en su sien continúa incansables veces cada día; aun cuando uno de los que se viste de blanco le receta más gramaje. Los suspiros siguen, a veces no son tan malos, pero hay días donde sí lo son. La mujer de la camilla dice que los suspiros llegan para nutrirle el alma; aquella alma que le han robado y le ha dejado un cascaron llamado cuerpo.
Así, la mujer de la camilla, se pregunta y se responde bajo la pequeña luz lunar. Las respuestas tienen ecos de risas y burlas cuando se las platica al que se viste de blanco. Confundida vuelve, para permanecer un momento más mirando por la ventana. A veces intenta quitarle las horas al día, pero esto fracasa cuando vuelve uno de los que se viste de blanco para atarla de brazos y piernas y nuevamente robarle sus suspiros. Los suspiros se van junto con los minutos y los días del calendario. Al mismo tiempo queda el cascaron, ese que duele, que se estremece y que le recuerda que ya no tiene nombre, solamente un número en un expediente grueso que mes con mes se vuelve más choncho.
La mujer de la camilla es aquella que reza, duerme y ríe cuando nadie la ve. Que ha borrado su pasado, que escribe el presente y el futuro en las nubes del cielo. Cada mes tiene una cita desoladora con otro de los que se visten de blanco. Él, ha dejado de escucharla. Busca su número, toma el expediente choncho, lo repasa de reojo, sin mirar por un minuto a la mujer de la camilla. -Más gramaje- nuevamente escribe eso en el expediente con tinta negra, llamando a los camilleros para que la lleven bajo la ventana del cuarto.
Un día más que ha quedado escrito en las nubes. Por las noches las nubes no se ven con claridad, permitiendo que lleguen los suspiros a su cuerpo. Allí no hay recuerdos, allí no hay nubes para escribir, solamente hay suspiros que nutren su alma. La mujer de la camilla ha perdido la cuenta del tiempo. Dicen en los pasillos que tiene más de 7 años bajo la ventana, pero ella no está muy segura de eso, porque ya ha perdido la cuenta.
Hace tiempo le llegó un suspiro. Al principio se parecía a un pensamiento: difuso, confuso y sutil pero misterioso. El suspiro le decía secretos, que no podía contar a nadie, porque un secreto no se cuenta, como el tiempo de la mujer de la camilla que no tiene cuenta. Ella vivía cada día con un secreto que más bien parecía una pesadumbre estrujada. Un día común y de lo más normal en su vida consistía en despertar de su camilla. La camilla era una base de cemento. En aquellos sitios cuidaban mucho esos detalles, por eso la base de cemento se encontraba adherida al suelo, para que no pudiera moverse y hacerse daño o hacer daño a otros. Sobre la base había una especie de colchoneta, tan delgada que la dureza y el frío del cemento se traspasaba, y una manta, con la cual podía cubrir solamente 80 centímetros de su cuerpo.
No había ningún tipo de comodidad, ni siquiera las básicas, como almohadas o burós, solamente 16 bases de cemento, cada una con un espacio de 40 centímetros entre base y base. La mujer de la camilla tenía la base de su cama haciendo vértice con la pared. Esta mujer, que era la persona con más antigüedad, podía darse esos pequeños lujos y quedarse en esa camilla, ya que, en lo más alto de esas largas paredes, había una pequeña ventana en forma circular, que solamente podía apreciar durante la noche, porque durante el día tenía por obligación ejercitarse y realizar actividades.
El ejercicio consistía en caminar en círculos por el jardín seco, terroso, sin plantas. En ocasiones, la mujer de la camilla imaginaba ser un caballito de un tiovivo de aquellas ferias infantiles, eso aminoraba lo monótono y aburrido que era caminar cada día el mismo lugar, el mismo paisaje, las mismas personas, todo exactamente igual. Una de las actividades era dibujar con crayolas desgastadas sobre una hoja sucia lo que las personas que se visten de blanco le indicaran. Otra actividad era platicar simplemente con los demás compañeros. Por supuesto que todo eso se realizaba bajo la supervisión de las personas que se visten de blanco (pequeños cebollines como les llamaban los internos), porque su principal función era hacerlos llorar.
Cuando empezaba el sol a decaer dando la bienvenida al ocaso, los que se visten de blanco anunciaban el momento para abandonar el jardín seco. Aquella clínica no tenía seguridad, por esa razón no podían vigilar durante la ausencia de luz a cada persona, así que se les hacía más sencillo mantenerlos alejados del jardín. Todo ello se repetía hora a hora, día con día, semana con semana, mes con mes, y año con año.
Ella nunca sabía cuál era la hora exacta, solamente suponía el tiempo guiándose por la luz o por la ausencia de luz. Intentaba mantener en sus recuerdos a sus seres queridos, pues ellos no habían sido escritos en nubes, ellos no se habían difuminado, ellos permanecían fielmente en su memoria. La última vez que los vio fue un día lluvioso de verano, que tenía un particular aroma a petricor. Como es bien sabido, el sentido del olfato alberga más de un billón de olores, y tiene una memoria espectacular, siendo capaz de hacernos sentir que nos trasladamos en el tiempo.
Aquel día fue dejada en la clínica con la promesa de que saldría en un par de semanas, por esa razón perdió la cuenta de los días. Uno de los que se viste de blanco tiene viéndola más de un par de semanas, lo más probable es que ya hayan pasado años. Sin embargo, esa promesa la preserva, por eso cuando pasa el mes y va con el que se viste de blanco, le menciona que ellos vendrán por ella y la llevarán de vuelta a casa, aunque el presente indique lo contrario.
No habla mucho, porque dice que cuando habla los suspiros salen por sus palabras y eso la debilita un poco, es así que prefiere no decir palabras. Los demás pacientes hablan mucho, algunos gritan o lloran, otros dicen palabras que no tienen sentido. Pero ella guarda sus palabras. Los que se visten de blanco la han olvidado, ni siquiera saben su nombre porque ni siquiera han leído su voluminoso expediente. Solamente tienen contacto con ella para llevarla a la máquina quita-suspiros.
La máquina quita-suspiros
Dicen que a los “locos” ya no se les trata como antes, que ya no se les ata de brazos y piernas, ni tampoco se les pone la famosa camisa de fuerza en una habitación acolchonada. Pero, a la mujer de la camilla, sí que la atan para llevarla a la terapia electroconvulsiva. Ella no sabe bien la razón del uso de aquella máquina quita-suspiros, aunque siempre le deja una laguna mental, le borra su memoria, la deja mareada y nauseabunda por un par de días.
A pesar de todo eso, nunca pone resistencia para ir, aunque siempre la aten de piernas y brazos y le pongan una especie de pañuelo dentro de la boca. Ella recibe su terapia, y el que se viste de blanco como cada mes, la convoca a una especie de interrogatorio, aunque más bien ella se considera un espectáculo ante él, porque sabe perfectamente que jamás la han escuchado.
No se malentienda la situación, el que se viste de blanco la escucha, pero no le importan sus palabras. Ella redunda en una misma frase –ellos vendrán-, que más bien se ha convertido en pregunta. El que se viste de blanco responde con un ligero –¿si? -, que no se escucha como una afirmación, sino como con desdén. Por más que se someta una y otra vez a la maquina quita-suspiros, ella no cesa de preguntar y mantener en su memoria a su familia. Por esa razón, por esa pregunta y esas palabras, la terapia electroconvulsiva continúa para ella.
Sus compañeros de la clínica recuerdan cuando la mujer de la camilla ingresó a ese lugar. Al parecer dicen que ella reía y hablaba con fluidez, pero con el paso de los días, semanas y meses, su rostro dejó de sonreír. Las arrugas se empezaron a marcar en su delgada piel blanca. Sus palabras eran nulas y su mirada parecía perdida en la melancolía interminable.
La mujer de la camilla tenía una historia, guardada en lo más profundo de su memoria. Una vez se la contó a uno de los que se viste de blanco, una sola vez. Ella decía que esos suspiros eran parte de su historia, desbaratada, desmenuzada y deformada. Tan deformada que, en algunos momentos, dudaba de esas memorias, a pesar de que en su piel se marcaba su propia historia. La piel alberga recuerdos. En los días lluviosos, cuando las nubes no permiten que los rayos solares entren, su piel le recordaba los abrazos cálidos que su madre le dio cuando era tan solo una niña, la sensación de jamás sentirse en peligro y de saber que existía. Ahora, su piel le recordaba que estaba en la camilla debajo de aquella ventana circular. Sus muñecas tenían rojeces, producto de aquellos jalones que le hacían los que se visten de blanco, al llevarla a la maquina quita-suspiros. El reflejo del espejo solamente le permitía ver un poco de su cabello y sus clavículas, cada vez más sobresalientes.
La mujer de la camilla, aquella que vive feliz en su imaginación, la que tiene recuerdos que a veces se van borrando. La que sonrió, amó, soñó, la que jugó bajo la lluvia, y contempló el cielo buscando figuras en las nubes, aquella que se ha convertido en un simple expediente voluminoso de aquella institución. Quizá, si alguno de los que se viste de blanco la escuchara con sus oídos y no con un lapicero que escribe y rellena historiales clínicos. Si tan solo le abrazaran con el alma, la observaran por un minuto y le hablaran como el ser humano que es. Quizá, la mujer de la camilla podría escribir sus memorias en la tierra y no en las nubes.